Ese día dijiste que ibas a ser maestra, igual que aquella Lilué con alma de madrecita que nos enseñaba la Patria con mayúscula, tan cívica y azul como sus pájaros de tiza. O como el viejo Carlés, que nos alborotaba el pelo y juraba que San Martín se había llevado con él un pedazo de la dignidad argentina a Boulogne Sur Mer, para preservarla de los buitres. Tenías que ser maestra, lo confirmé temprano, con el café con leche de cada humilde mañanita nuestra, cuando te sentabas junto a mí para descifrar mis tablas de parir multiplicandos y me ponías un diez de felicidad si acertaba el acertijo, yo que siempre fui tan etéreo y olvidado de los números. Esa memoria huele a mandarinas, perfuma bajo el ardiente beso del ocaso, aquél rojo furioso que alertaba la tarde y se encaramaba con nosotros a la encina del jardín, abreviatura del cuadrado de la hipotenusa, rectángulo exacto de la infancia. Cómo te amaba. Y como te amo, mi pequeña docente. Te añoro así, tan zapatito blanco, tan trenza y guardapolvo inmaculado, sin ese rojo absurdo con que te mancharon, que no tiene nada que ver con el horizonte donde te imagino saludar cada día agitando banderas. Todavía te espero. Como deben esperar tantos a otros, con cintas azules en el pelo y banderines, piecitos inmaculados camino al cielo de los que jamás se irán de la memoria.
Me pregunto si no hubieras sido maestra en tu voluntariosa adultez, la de la militancia, la de la esperanza y las utopías, ¿qué cosa habrías sido? Y me respondo que de todos los oficios que existen en el mundo ese te iba perfecto. Lo aseguro yo, que fui tu compañero en el despertar de la conciencia. Lo afirmo yo, que tengo marcado un camino merced a las estrellas que fuiste sembrando, gota a gota, con tu sangre luminosa. Te escribo esta carta y es como si me estuviera enviando una postal al alma, porque allí está tu casa desde aquél 22 de Junio de 1976 cuando la dictadura supuso que podría vencerte. Una casa donde día a día me das lecciones sobre como sobrevivir a esta intemperie, sobre como tratar a la vida con dulzura a pesar del pretendido olvido que muchos quisieron imponer sobre tu generación de soñadores. Hermanita docente, impecable maestra de ese niño que todavía te consulta cuando el mundo desfallece y todo parece venirse abajo junto a los muros de Bagdad, junto a Aladino que ha perdido su lámpara y amontona llanto. En esta casa-alma estás, de guardapolvo blanco, con azul de bandera de escuelita de campo.
Dicen que tengo la culpa del sobreviviente, quizá tengan razón, un poco. Pero también tengo la convicción de que estás viva en cada colegial que florece en los rincones de esta patria nuestra, en cada alfabetizado. Te aseguro que ahora empiezo a ver tu sueño, creo que todos empezamos a verlo, después de tantas carpas blancas y políticos corruptos y abúlicos comienza a levantar vuelo entre nosotros. Yo digo que es tu sueño, prefiero atribuirte, como buen hermano, esa parte de savia que te corresponde cuando percibo ese florecer. ¿Falta mucho? No te quito razón. Falta mucho todavía. Pero mientras no permitamos que tu latido y el de tantos maestros de la vida se apaguen, tendremos esperanza, guardapolvos blancos, un mar de niños con cintas blancas y azules. Ese mar, esa nostalgia del futuro por la que ustedes se inmolaron, pronto será una sonrisa. Sobrevivimos para eso. No tengo dudas, hermanita.
Tu más enamorado alumno.
Víctor Heredia
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